sábado, 13 de septiembre de 2008

III B. los pobres de espiritu

III “DICHOSOS LOS POBRES EN EL ESPÍRITU”

Podríamos llamar pobres de espíritu a los que el Señor pone a prueba, permitiendo la sequedad en su corazón. Y tendríamos que aprender a verlos como “Bienaventurados”, porque en ese estado se descubre lo pequeño que puede sentirse el ser humano; Se comprueba, que la felicidad verdadera está en Dios y solo en Él.

Bendito por eso debe ser, el tiempo de sequía del alma. En donde los abismos, aparecen bajo nuestros pies, sinuosos, exigentes y placenteros: ¡Déjate caer!, ¿Para qué luchar?, ¿Dónde está Tu Dios?.

Y hace que el hombre se pregunte: ¿Qué es lo real?. ¿Dónde esta la verdad de todo?.
A veces recuerda, aquella ilusión, de los primeros pasos. Los sentimientos al descubrir a un Dios que nos llamaba; Y tiene la tentación de compararlos con este desierto que parece compartir con la mayoría de los mortales, turbios por la desesperanza y el vacío interior.

Aun no tenemos claro, la causa de este cambio. Pero estamos convencidos, de no estar tan seguros como antes. Todo cuesta más ahora, hay como barro en nuestra alma. Y nos vemos: lentos, fríos, sin alegría. En el examen personal a aparecido un nuevo termino: “Tibieza”.

Por fuera no hemos cambiado, quizás nadie nota, nuestro malestar. Quizás por que es con nosotros mismos, con quien nos sentimos disgustados. Tristes al comprobar que por nuestro descuido en la mente y en el corazón. No podemos oír, al Señor. Sentimos el vació de nuestro desamor. Nuestra fe, parece adormecida. Nuestra vida de piedad, se llena entonces de actos externos, que apenas nos dicen nada.

Hay falta de amor en nuestro trato con el Señor. En la Santa Misa, somos espectadores de ritos. En nuestras comuniones no estamos expectantes al que nos visita.

La oración se vuelve vaga, dispersa, y nos puede parecer que nos hablamos a nosotros mismos, que no hay receptor, de nuestras peticiones.

Poco a poco perdemos el deseo de tratar más profundamente al Señor. Mientras seguimos prestando oído a esas voces interiores a las que tenemos la tentación de acomodarnos”: No pasa nada, nadie es perfecto”.

Así, en un detalle y otro; Vamos dejando de ser fieles, en las pequeñas cosas que pudieran unirnos a Dios: falta de arrepentimiento ante los errores personales, o pecados veniales, falta de ilusión en la lucha por ser mejores, búsqueda de nuestra comodidad y falta de mortificación en las pequeñas contrariedades.

Pronta está, en este tiempo la justificación propia, marcándonos un ritmo de cumplimiento mínimo, que consuela nuestra conciencia. Andamos al limite. . . del pecado mortal, aunque no nos duele aceptar el venial.

En resumen vamos haciendo perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor.[1]

Realmente en este estado podemos afirmar que nuestra alma esta enferma. Que nuestro espíritu esta débil. Y podemos confesarnos como “pobres”.

Esta experiencia, nos hace tocar tierra. Nos ayuda a ver nuestra realidad, cuando no contamos con el Señor.
Pues es en este tiempo precisamente cuando quizás tengamos la sensación de llevar la cuenta de lo que hacemos nosotros en nuestras fuerzas. Y comparándonos quizás con los que nos rodean, consideremos que lo poco que hacemos, es suficiente.
No es así, la medida del amor. Sobre todo no es que el Señor necesite de lo que hacemos. Si no que somos nosotros los que necesitamos tratar al Señor, para nuestro propio beneficio. Para la salud de nuestra alma. De este estado, el Señor nos permite salir, a poco que tomemos conciencia de que realmente, somos nosotros, los que estamos bajando el listón. No es el Señor quien se muda, a capricho.

Otro enemigo en este tiempo es “ la pereza”, que potencia y favorece esos sentimientos propios de la tibieza: ¡No tengo ganas de hablar con Dios, no siento nada, todo me cuesta más!.

Seguro que recuerdas, algún momento así en tu vida.

Momentos, donde no nos apetecía tratar al Señor, donde nos ha costado más incluso ir a Misa el domingo. Hemos retardado nuestra confesión. Se ha hecho áspera nuestra oración, y hasta hemos podido dudar de nuestra fe. Pareciéndonos que el amor de Dios se desvanecía en nuestra frialdad interior.

Pero recordemos de nuevo. No era el amor de Dios, lo que se alejaba, porque Él ha dejado su huella. Con nosotros vive su espíritu y nuestra alma está marcada por su nombre. . .

Sin embargo. . . Que trabajo nos cuesta a veces reconocerlo. Inmersos en los afanes que llenan nuestros días.
Por eso te recuerdo que hay un verdadero peligro en esos momentos al “dejar de practicar”. ¡Aparcarnos a la orilla!, Eso es lo que probablemente nos apetece. Pues queda muy lejos el “Duc in altum”,-mar a dentro,- de Jesús.
Y es la experiencia que vemos también en muchos de los que nos rodean. Personas que en algún momento de su vida estuvieron activas, entusiasmados. Y poco a poco fueron apartándose, como sin darse cuenta. Y así pasan años incluso. A la espera de que quizás un acontecimiento extraordinario, les haga coger de nuevo el camino.

Pero lo nuestro ha de ser volver a empezar cada día, retomar el camino en cuanto vemos que nos vamos desviando. Habremos de rebuscar en los rescoldos de nuestra alma; la fuerza para fomentar el espíritu de lucha, que debería empezar por hacer un buen examen de conciencia. Y pedir, luces a quien nos la puede dar, para estar alerta ante esos primeros síntomas. Este deseo de lucha es ya el principio de la Victoria: Fomentar el espíritu de lucha, nos llevará a cuidar cada día el examen de conciencia. De ahí sacaremos frecuentemente un punto en el que mejorar para el día siguiente y un acto de contrición por las cosas en que aquel día no fuimos del todo fieles al Señor.

Este amor vigilante, deseo eficaz de buscar al Señor a lo largo del día, es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de interés, pereza y tristeza en nuestras obligaciones de piedad para con Él.[2]
Aceptar esa caída, con humildad, para agarrarnos más fuerte la próxima vez. Al igual que hay momentos en la vida del hombre, en que anímicamente está vencido; piensa a menudo, que nada le sale bien, sin embargo no solo no deja de comer, asearse o hacer lo básico de su existencia. Si no que además acude al medico, para que le recete unas vitaminas.

En las cosas del espíritu debería ser igual, aunque con mucha más frecuencia, se abandona lo supuestamente básico para subsistir la vida interior. Y muchas veces damos rodeo antes de ir a confesar nuestro mal, para que nos ayuden.


Aparentemente estériles, secos, pero no podemos dejar de hacer aquel mínimo de actos piadosos, que hacíamos antes. Y el primero aconsejable es hacer una buena confesión. La diferencia puede estar en él animo, en el sentimiento o goce de hacer lo que debemos, que es lo que realmente debiera apetecernos. Todos damos por cierto que si en las llamadas depresiones físicas dejáramos de comer muy pocos, llegaríamos a viejos, pues antes o después, todos pasamos rachas bajas. Lo mismo ocurre a las almas, cuya madurez, precisamente se forma en la dificultad. Es cuando podemos estar seguros de nuestra fe, al vencer o subsistir en esos tiempos que verdaderamente nos sentimos probados en la fe. El tiempo de sequía espiritual, puede ser también un tiempo fuerte en inquietud, en búsqueda de la verdad. Sin el goce del sentimiento. El alma, en frío pregunta y se cuestiona, sobre cosas que en las primeras fases, cuando creíamos conocerlo y le tratábamos entusiasmados habían pasado inadvertidas: ¿Para qué?. ¿Por qué?. ¿Cuándo?. Quedan sin una respuesta en firme. Es el momento, en que dan fruto: la formación, el convencimiento por la fe, de las verdades, que creemos sin sentir. En frío: “La fe a solas”. Crecer hacía dentro; Un poco es eso lo que pasa. Se toma peso, aunque exteriormente no haya flores y la piedad a veces parezca o sea rutina. Mientras en la Biblia, se nos recuerda una vez más: “Bienaventurados los débiles; los pobres de espíritu”; por que el Señor, nunca abandona a un corazón contrito y humillado.
“Bendito sea Yahvé, que me ha brindado maravillas de amor.
Y yo que decía en mi inquietud “Estoy dejado de Tus ojos”
Más Tú oías la voz de mis plegarias
Cuando clamaba a Ti”. [3]
Sin saber como; el alma aunque a oscuras, anhela a su creador, a su Dios. Y es en el reencuentro con Él, donde halla mayor gozo.

El tiempo áspero de la fe, es el momento también, en que se moldean los bordes. Se es a veces: más objetivo y reflexivo. Y con un buen examen podemos reconocer los excesos y defectos, que nos han traído hasta el borde de nuestra existencia.

El alma, siempre frente a su Dios. . . y toman matiz de actualidad aquellos salmos del rey David:
¿Por qué Yahvé, té quedas lejos,
Te escondes en la hora de la angustia?.[4]
¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?.
¿Qué será para Dios, esta criatura, que no levanta cabeza?. Pero que siente, que su Dios, sigue preocupándose y ocupándose de sus cosas.

¡Es el tiempo, de la fidelidad de Dios!. El alma sigue a ciegas. A la vista de los que le rodean, está dejando de ser fiel a aquello que un día, con la alegría inmensa del descubrimiento de su vocación particular, se propuso vivir, por amor a Dios.
Ahora cuesta más, se hace muchas veces, como gastando el último cartucho. Una y otra vez, durante el tiempo de “ esta noche “ a veces larga... el alma obedece a la razón, más que a los sentimientos y aunque en apariencia monótona. ¡Es éste el tiempo del verdadero amor!.
Amar de verdad a otro ser, es hacer cosas por él, sin buscarnos, y sin buscar recompensas ni placeres.

Como la madre que alimenta a su bebé, o realiza cada día las tareas del hogar para su familia, aunque la mayoría de las veces, no es visto su sacrificio ni su cansancio y ni a ella misma le costó hacerlo, pero ahí está, el amor oculto: En las obligaciones, en el trabajo, en el servicio que con nuestras actividades prestamos a los que rodean.
Todo trabajo sirve para algo,” es un servicio a los demás”. Lejos de ser un castigo, como a algunos dicen nuestro trabajo, nuestras obras son respuestas de amor a quien nos pensó.
Pero hay veces, que no es la tibieza lo que nos ata. Si no nuestra propia naturaleza débil, la que nos hace ir más despacio. Es la pobreza de los débiles, sin culpa. A diferencia como veíamos de la tibieza, en la que sí hemos tenido responsabilidad, al ir alejándonos voluntariamente de nuestro fin. Aunque no podamos entender a Dios, Sabemos sin embargo, que El ama a todas las criaturas, por ese motivo tendremos que afirmar:

“Bienaventurados los débiles en el espíritu, los enfermos psíquicos y aquellos cuya razón se ensombrece, sin causa conocida o demostrada científicamente”; Haciéndonos sentir que no puede el cuerpo a veces con nuestra alma.

Se dice popularmente, pero a veces según en que circunstancias, esto deja de ser literatura para ser una realidad literal.

Nuestra alma vuela en proyectos, anhelos, deseos y metas, a los que nuestros pies, nuestra naturaleza, el cansancio físico objetivo, no le permite llegar y deja al alma como presa circunstancialmente.

No en balde, nuestro cuerpo es mortal: se agota, se consume, se enferma y muere. Nuestro espíritu, al ser inmortal, puede permanecer: vigoroso, alegre y vivo; En un cuerpo de carne, que a veces no da más de sí. Nos encontramos a veces sobrecargados, deprimidos, en medio de una incertidumbre de dudas, que se ahogan, o se revelan, con signos exteriores, sin que el cuerpo de un paso adelante.

Es esta lucha interna, que provoca un cansancio en el ser, que le agota física y mentalmente y que deja al alma “presa “. Sin dejarla volar a donde ella quisiera.

Este estado que puede ser corto o largo, ya se conoce el refrán:
“ No hay mal que cien años dure” y yo añado: “ni cristiano que lo resista sin tentación “.

Tiene sus intermedios en la caridad de los demás: su preocupación por el enfermo, sus ánimos y acogida. Pero no curan este problema, sólo liman sus síntomas.

Un buen consejo, de quien nos conoce bien y a veces algún especialista que colabore en encontrar nuevas técnicas de alivio, enseñando al enfermo a despreocuparse un poquito, a descansar y a dirigir o menguar los impulsos del alma, podría acortar ese tiempo de sufrimiento para ese alma y seguro que a mejorar su estado físico.

Es curioso comprobar, que en la mayoría de estos conflictos del alma, parece que hubiesen instalado un contestador automático a cada paso u acción se conecta repitiendo: ¿Dónde está tu Dios?. Al parecer esto no es cosa de nuestros días, ya el rey David en el Salmo del levita desterrado, canta muy parecido a esta queja nuestra:
“Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo,
¿Cuándo podré ver la faz de Dios?. ...
Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche,
mientras me dicen todo el día:
¿En dónde está tu Dios?.....
Yo lo recuerdo, y derramo dentro de mí, mi alma.[5]
Es eso lo que nos pasa. Ante la dificultad o las dudas muchas veces el hombre no busca ayuda. Esconde dentro de sí, las preocupaciones de su alma y no se abre a la ayuda.

Pero sabemos que Dios, está aquí!. No se va si le seguimos tratando, si seguimos pidiendo su consuelo, por que es su promesa:
“Yo estaré con vosotros siempre “
Él, no puede engañarnos. El hecho de no verle ni sentirle, no certifica su ausencia. Bueno le será al alma, seguir pidiendo, no desesperar, no cansarse de pedir:

¡Ven a mi alma, confórtame, cúrame. . .!

Con la certeza de que Él oye siempre la súplica del afligido y acude en ayuda del débil, viene a curar al enfermo. Eso es lo que le vemos hacer en el Evangelio y eso es lo que sigue haciendo cada día.
Bienaventurados por tanto, cuando nos sentimos cansados, oprimidos por nuestros conflictos. Porque Él, tiene el perdón para liberarnos de nuestras cargas y en los Sacramentos se nos ofrece con gratuidad y generosidad, toda la magnitud de su misericordia divina.

¿Quién mejor, que un Dios-hombre para comprender nuestra debilidad?. ¿Quién mejor que un Dios –Padre para compadecerse de nuestra pequeñez, de la fragilidad de sus hijos?.

Bienaventurados somos, cuando sabiéndonos débiles nos dejamos ayudar.

Cuando comienzan los barruntos de estas noches de fe, a veces tardamos en reflexionar sobre “La Soberbia”, que puede estar causando las primeras tristezas.

Es más fácil, buscar culpables en nuestro entorno, que descubrir que las heridas que más duelen son profundas, vienen de dentro.
Al modo de la impureza que Jesús en el Evangelio recuerda sale del corazón y no está tanto en lo que percibimos en nuestro derredor.

Al ser nuestra alma “el chic “ que informa todo nuestro ser, nuestra emotividad se sensibiliza en extremo, pareciendo que todo lo que nos rodea, fuese en contra nuestra, viniera a herirnos.

Tenemos la oportunidad de sentirnos las víctimas de todos y de todo; Pero no tenemos derecho y hacemos mal juzgando las intenciones de los demás.

Ese quizás sea uno de los engaños a los que nos vemos sometidos no caemos en la cuenta de que con ello faltamos a la Caridad.

Más adelante, podremos comprobar como no fueron “los otros”, los que cambiaron. Si no la percepción de todo lo que nos rodea, que a través de una verdadera ceguera estamos viendo con otro color. Permanecer en esa actitud es una perdida de tiempo, que aumenta los síntomas, ensucia nuestra alma, con las faltas de caridad que le debemos a los que nos rodean y nos va aislando de los que nos quieren.

La vanidad, el orgullo y el amor propio, se hacen hueco entre las actividades de nuestro día. . .

En este estado se pasa más tiempo, pensando en uno mismo: lo que nos afea, lo que nos desagrada de nosotros mismos, aumenta de dimensión. Se pierde por tanto seguridad en uno mismo y tendemos a escondernos tras el sufrimiento, que todo esto nos produce.
Bienaventurados seremos, si podemos hacer un buen examen de las causas; etiquetar y dar nombre a los efectos y después con paz, abandonarnos en los brazos de nuestro creador. Que nos invita a aceptar esa pequeña cruz, que nos agota, descargando su peso en quien la hace gloriosa.

Todo es bueno, todo viene para nuestro bien, luego convenciéndonos de esto, busquemos su cauce.
Quizás en ningún otro momento de nuestra vida se nos pida más entrega. Hasta ahora quizás pensábamos que al Señor, solo se le ofrecía aquello en lo que triunfábamos.
Es el momento de aprender que al Señor, se le pueden ofrecer otras muchas cosas: el trabajo de nuestras manos y el esfuerzo que ponemos en reponernos de estos altibajos, psíco-físicos a los que por nuestra naturaleza (elegida por Dios), estamos predispuestos.

Una y otra vez, “setenta veces siete”. Nos pide Jesús que perdonemos. ¡Vamos a darnos esa oportunidad!. -Vamos a perdonarnos -: nuestra debilidad, nuestra caída, nuestro error, nuestro cansancio; Si El mismo Dios nos perdona, ¿Cómo vamos a ser nosotros más exigentes que Él?.
Bienaventurados por último los que poniendo sus debilidades ante Dios, hacen fortaleza de ella, en la lucha constante por vencerlas.
En esto, se buscan inconscientemente comparaciones con los que rodean y nos puede salpicar otra enemiga de la alegría, ”la envidia “ ¡ojo con ella! Que se cuela, con falsas apariencias, de admiración y respeto hacia los demás.
Bendecir al Señor, por aquellos a los que vemos alegres y agradecer los momentos de paz, que se nos den. Pedir con insistencia la alegría de cada día, la que nos da la esperanza y el amor de los que rodean y siempre porque Dios nos ama.
Busquemos siempre estar cerca de María, que nos lleva a Cristo, como los niños pequeños que sabiéndose débiles se refugian en las faldas de su madre. Tu y yo, tendremos que aprender a empezar. Y tendremos que volver a empezar, muchas veces, todas las que haga falta. Con alegría, con humildad. Sabiendo que: “Dios cuenta con nuestra fragilidad.
Dios perdona siempre, pero es preciso levantarse, arrepentirse, ir a la Confesión[6] cuantas veces nos haga falta”. Con todo lo dicho, sobre lo que el hombre puede entender por pobreza de espíritu, dejaría incompleto este capítulo si no nos damos cuenta de que el Señor en esta Bienaventuranza, nos esta dando un consejo. Nos anima de alguna forma a querer ser pobres en el espíritu.
Que es tanto como invitarnos a no crearnos necesidades. Es una manera de ser libres. Y si libres más felices.
El mayor ejercicio de nuestra libertad, es el poder rehusar lo que no nos es necesario, o es realmente superfluo. Y de esta catequesis, si que necesitamos muchas dosis, los cristianos de nuestro tiempo.
Hoy que todo se vende. Que la publicidad esta en casa, bombardeando y creando apetencias, de cosas que no solo no las necesitamos para ser felices, sino que además, pueden hasta hacernos daño. Realmente es rico quien no necesita nada, Y por tanto realmente pobre, si creé que la felicidad está en todo aquello de lo que él carece. Unas veces en el terreno de lo material, como si nuestros ojos se quedarán arras de tierra. Sin mirar más allá, no disfrutamos de lo que realmente tiene valor, obsesionados por poseer más. (Matrimonios, absortos en el trabajo, que no hacen hogar, aunque ganan mucho, para pagar mucho, que nadie disfruta al final).
A estos por supuesto, hablarles de realidades sobrenaturales, es como echar palmas a los sordos.
Otras veces, también muy de nuestro tiempo: Es la avaricia del ser más, tener más, poder más. (Siempre más que otro). Es una tentación de nuestra inteligencia, donde se busca ser el centro de todo, (El que más. . . de lo que sea).
Volvemos con el recuerdo un momento al: “seréis como dioses”. Y lleno de amor propio por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios, vuelve la espalda al hermano, en el que está Dios. “Es la soberbia” de la que antes hablábamos.
No así el que se sabe pobre, El que todo lo ve como venido de Dios, Y halla complacencia en el agradecimiento que le debe.
Dice Jesús a la samaritana: “Si tú conocieras el don de Dios”[7]. Es en esa promesa a la esperanza ( a esperarlo todo de Dios), donde el que se sabe pobre, encuentra la alegría, que nadie puede arrebatarle. Y es ahí donde con firmeza, podemos afirmar que son bienaventurados los que se saben o se hacen pobres en el espíritu por amor a Dios y a los demás.


[1] Camino 326
[2] Tomo I de “Hablar con Dios”. (Fco. Fdez-Carvajal).
[3] Libro de los Salmos 30,22-23
[4] Salmo 10,1
[5] Salmo 42.
[6] Hablar con Dios.
[7] Jn. 4, 10
III- 1. “ POBRES PERO ALEGRES” “Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar”[1]
Quizás humanamente hablando, no se puedan conjugar estos dos adjetivos, en una persona. Pero no podemos olvidarnos nunca, de la dimensión de Dios, presente en cada uno de nosotros. Su palabra nos dice una y otra vez que no hay tristeza que Él no pueda curar: “No temas, ten sólo fe”[2]
El alma que se reconoce pobre, sabe que no puede esperar mucho de sí misma, luego, el dar vueltas sobre esta realidad, puede hacerle sentir triste. Y el alma triste esta a merced de muchas tentaciones.[3]
La tristeza nace del egoísmo. De pensar en uno mismo. Y eso es un impedimento para buscar a Cristo;
Mientras que la Alegría que algunas veces errados buscamos entre los afanes del mundo. Nace precisamente cuando el hombre logra escapar de sí mismo, cuando mira hacia fuera. Cuando logra desviar la mirada del mundo interior, que produce soledad, porque es mirar al vacío[4].
Nosotros podremos estar alegres si el Señor está verdaderamente presente en nuestra vida, si no lo hemos perdido. Por que es entonces cuando tenemos un verdadero motivo para sentirnos, tristes y pobres.
Nuestro caminar cristiano: Con nuestras pobrezas a cuestas. Con nuestras torpezas, y nuestros aciertos, con nuestras perdidas y nuestras ganancias. Ha de ser un ir y venir siempre en el mismo objetivo: Encontrar a Cristo. Una y otra vez. . .
Él es el único que tiene palabras de vida eterna, el único que es capaz de cumplir sus promesas. Luego como diría Pedro. . .”Señor a quien iremos. . .” La alegría del mundo es pobre, es pasajera. La que encuentro en Ti es profunda y capaz de subsistir (Digamos compatible) con las dificultades, con el dolor, con las contrariedades, con los fracasos. Me gusta recordar, esos pasajes del evangelio, donde nos cuenta lo pobres que eran los apóstoles, lo frágiles que eran sus voluntades. Una y otra vez Jesús les tiene que animar y que calmar. No eran superhombres, se dejaban llevar por Jesús de la mano.
Imagino a María. . . vigilante, preocupada por que sabía lo débiles que eran. Detrás de ellos siempre. Para levantarles de sus torpezas, de sus faltas de fe, de sus pequeñas traiciones. María hoy, sigue pendiente de nosotros, para llevarnos hasta su hijo. Para indicarnos el camino cada vez que nos despistemos, para ayudarnos a recuperar la alegría que perdemos con nuestros pecados.
Causa de nuestra alegría, Madre de todos los pobres, Consuelo de todos los hombres.

Rogad por nosotros.


[1] Jn. 16,22
[2] Lc. 8,50
[3] Hablar con Dios.
[4] Hablar con Dios.





1.1
– OBJETIVOS PARA LA REFLEXIÓN:

1- Los pobres de espíritu, son bienaventurados, según el Evangelio. Porque se nos dará el reino de los cielos. Que es quizás lo más grande, A pesar de esa promesa; la mayoría de las veces, nos da miedo descubrir y sobretodo aceptar que todos somos imperfectos, todos tenemos miserias, infidelidades y tiempos en los que la vida nos parece una carga. Sin embargo Dios, Nuestro Padre, nos dice que podemos ser felices con todo ello y que su Reino puede vivirse ya, aquí en la tierra.
* ¿Te consideras Tú, pobre?
2- Descubrir nuestra pobreza: Física, económica o espiritualmente nos capacita de alguna forma para recibir las bienaventuranzas como un bien para nosotros. Una promesa, que se nos hace hoy a Ti y a mí.
Luego partiendo de esta pobreza podemos ver mejor la actuación de la Misericordia de Dios, para con nosotros.
* ¿Has experimentado alguna vez, que el Señor te ayude con esas cosas que tu consideras, tus defectos, o pobrezas?
3- Descubrir a través también de que consideramos malo (lo que nos entristece o nos hace sufrir) Cuál es la voluntad de Dios. Y comprobaremos que siempre es nuestro bien. Aunque a veces no entendamos sus recursos para hacérnosla conocer. * ¿Que hemos aprendido de nuestros errores? 4- La mayoría de los cristianos, que buscan seguir a Jesús, con más o menos empeño, tienen experiencia de lo que es una noche de fe, o una época más árida, más fría. Examinemos con paz. ¿Cómo fuimos entrando en ella? Y revivir sobretodo la experiencia para reconocer y valorar. *¿Qué fue lo que me ayudó a salir de ella?.

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